El conde de Montecristo (Penguin Clásicos) by Alexandre Dumas

El conde de Montecristo (Penguin Clásicos) by Alexandre Dumas

autor:Alexandre Dumas [Dumas, Alexandre]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 1845-01-01T00:00:00+00:00


X. ROBERTO EL DIABLO

El pretexto de ir a la ópera fue tanto más oportuno cuanto que aquella noche había gran función en la Academia Real de Música. Levasseur, después de una larga indisposición, se presentó en el papel de Beltrán, y como de costumbre la obra del maestro a la moda atrajo al teatro la sociedad más brillante de París.

Morcef, como la mayor parte de los jóvenes ricos, tenía su palco de orquesta; además el de diez personas conocidas, sin contar con aquél a que tenía derecho, es decir, al de los calaveras de buen tono.

Chateau-Renaud ocupaba el palco próximo al suyo.

Beauchamp, como periodista, era rey del salón, y tenía sitio en todas partes.

Aquella noche Luciano Debray tenía a su disposición el palco del ministro, y lo había ofrecido al conde de Morcef, el cual, no habiendo querido ir Mercedes, lo había enviado a Danglars, mandándole decir que tal vez él iría a hacer aquella noche una visita a la baronesa y a su hija si querían aceptar el palco que les ofrecía. La señora Danglars y su hija aceptaron.

Por lo que a Danglars se refiere, había declarado que sus principios políticos y su calidad de diputado de la oposición no le permitían ir al palco del ministro.

La baronesa escribió a Luciano suplicándole que fuese a buscarla, puesto que no podía ir a la ópera sola con Eugenia.

En efecto, si las dos mujeres hubiesen ido solas, habrían creído esto de mal tono, al paso que yendo la señorita Danglars con su madre y el amante de su madre, nada había ya que objetar.

Levantóse el telón, como de costumbre, ante un salón casi vacío.

También es una de las costumbres del mundo parisiense, llegar al teatro cuando la función ha empezado. De aquí resulta que el primer acto transcurre de parte de los espectadores que van llegando, no en mirar o escuchar la pieza, sino en mirar entrar a los espectadores que llegan, y no oír más que el ruido de las puertas y el de las conversaciones.

—¡Cómo! —dijo Alberto de repente, al ver abrirse un palco principal⁠—. ¡Cómo! ¡La condesa G…!

—¿Quién es esa condesa G…? —⁠preguntó Chateau-Renaud.

—¡Oh!, barón, ésa es una pregunta que no os perdono. ¿Me preguntáis quién es la condesa G…?

—¡Ah!, es verdad —dijo Chateau-Renaud⁠—, ¿no es esa encantadora veneciana?

—Justamente.

En aquel momento la condesa G… reparó en Alberto, y cambió con él un saludo acompañado de una sonrisa.

—¿La conocéis? —dijo Chateau-Renaud.

—Sí —exclamó Alberto—, le fui presentado en Roma por Franz.

—¿Queréis hacerme en París el mismo favor que Franz os hizo en Roma?

—Con muchísimo gusto.

—¡Silencio! —gritó el público.

Los dos jóvenes continuaron su conversación, sin hacer caso del deseo de la concurrencia de oír la música.

—Estaba en las carreras del Campo de Marte —⁠dijo Chateau-Renaud.

—¿Hoy?

—Sí.

—En efecto, había carreras. ¿Estabais comprometido en ellas?

—¡Oh!, por una miseria, por cincuenta luises.

—¿Y quién ganó?

—Nautilus, yo apostaba por él.

—¿Pero había tres carreras?

—Sí. El premio del Jockey Club era una copa de oro. Por cierto que ocurrió algo bastante extraño.

—¿Qué?

—¡Chist…! —gritó el público, impacientándose.

—¿Qué…? —replicó Alberto.

—Un caballo y un jockey completamente desconocidos han ganado esta carrera.



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